“SOMOS LA CLASE DEL AMOR”
Colegio Anselmo
Pardo. Melilla
Los dos primeros años de mi
carrera profesional, fui la tutora de un aula de Educación Especial,
sustitutoria de un centro específico.
Esta aula estaba ubicada en un
colegio público, y los alumnos que allí asistían presentaban un grado de discapacidad severa y/o
profunda, y necesidades educativas especiales permanentes, en la mayoría de los
casos, y transitorias en otros, derivadas de esa situación de discapacidad.
Para que la integración de estos
alumnos dentro del colegio fuese lo más efectiva posible, tenía que ser también
afectiva.
Desde esta perspectiva, el
contacto físico elimina muchas barreras psicológicas que puedan existir de cara
a la aceptación y posterior inclusión de todos los alumnos.
Si imaginamos cualquier caso de
exclusión por parte de unos alumnos a otros, visualizamos que el primer paso
para que esto se produzca es la distancia física. Alumnos sentados solos, que
juegan solos, deambulan solos por el colegio, no encuentran compañeros con
quiénes realizar actividades de equipo (ya sean juegos en las horas de
Educación Física, trabajos en otras asignaturas…), etc.
Para evitar que esto se
produjese, promovíamos la integración de nuestros alumnos desde muchos ámbitos.
En primer lugar, compartían horas
con otros grupos que tenían asignados como grupos de referencia. Estas horas
solían ser de Música y principalmente de Educación Física (EF).
En este aspecto la implicación
del profesorado era crucial, y recuerdo con mucho cariño la del maestro de EF, que
dedicaba mucho tiempo y esfuerzo en hacer de esas horas una posibilidad
maravillosa de compartir y enriquecerse entre unos y otros.
Paralelamente, se llevaban a cabo
juegos en los recreos donde participaban todos los alumnos, o simplemente, como
la hora del recreo era común para todos, nuestros alumnos interactuaban
libremente con los demás, que vivían este hecho de forma natural, con cierto
sentimiento de cuidado y respeto generalizado, impulsado sin duda alguna
también desde el propio centro.
Centrándonos un poco en el
trabajo concreto de dentro del aula de educación especial, éste se basaba en el
desarrollo, como decíamos al principio, de todas las dimensiones de los
alumnos: cognitiva, perceptiva, motriz y afectiva-social,
principalmente.
El aula se llamaba “LA CLASE DEL
AMOR”, y se llamaba así porque todos nos queríamos mucho, y teníamos que
tratarnos siempre con palabras y gestos bonitos, cantábamos y bailábamos a
diario y hacíamos muchas actividades donde acariciarnos, darnos masajes,
relajarnos… y en definitiva, sentirnos bien, fuera una recompensa y un premio
que nos regalábamos con mucha frecuencia.
Nos
basábamos en el principio de individualización de la enseñanza, y en que fueran
capaces de generalizar los aprendizajes a situaciones de su vida diaria. Para
ellos era imprescindible que las actividades fueran significativas y, como
decíamos en la introducción, que implicasen una emoción, o muchas.
Diariamente,
siempre en un clima de confianza y cariño, se trabajaba de forma específica las
habilidades sociales, concretamente la comunicación no verbal (mirada, sonrisa,
expresión facial, contacto físico y apariencia personal), habilidades
relacionadas con la comunicación verbal (los saludos, pedir favores y dar las
gracias, pedir disculpas, iniciar, mantener y finalizar conversaciones...), habilidades
relacionadas con la expresión de emociones, habilidades para lograr una
autoestima y autoconcepto positivo y la resolución de conflictos de la vida
cotidiana.
Las
actividades se repetían, recordando siempre las que ya se habían trabajado, y
enganchando con las actividades nuevas, para que los alumnos pudieran
interiorizarlas y pasaran a formar parte de su repertorio de actuación, y
generábamos posibilidades para ponerlas en práctica ensayándolas en clase.
Esos
dos años en “la clase del amor” fueron,
profesional y personalmente hablando, muy enriquecedores. Lo que yo aprendí
trabajando con mis alumnos, lo que me enseñaron y lo que me llenaron, me
acompañará siempre.
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